La última esperanza de la presidenta eran las municipales. A pesar de las encuestas, la mandataria pensaba que algún reconocimiento a su trabajo le iba a rendir este país veleidoso, voluble e ingrato. No hubo tal consuelo y la derrota fue total.
Se fue a Naciones Unidas el año 2010 siendo la que siempre había sido y volvió siendo otra. Hasta el día de hoy la cátedra se pregunta qué diablos tuvo la experiencia neoyorquina de Michelle Bachelet para una transformación tan radical. Llegó arisca, asertiva, bastante arrogante. La figura política más empática del escenario público nacional de las últimas décadas, por lejos la más llana, espontánea y risueña, pasó a ser en cosa de pocos meses la más hierática, impenetrable y amurallada. Bachelet, que siempre tuvo debilidad por el secretismo, lo ha convertido en los últimos años tanto en sacramento como dogma. Es una obsesión que comparte con curas y masones, siquiatras y terroristas, espías y chismosos. El secreto es una de las formas de la desconfianza y una de las maneras de mantener el control en un contexto donde la política se ha vuelto reality, donde los espacios de reserva e intimidad de los personajes públicos se están achicando y donde lo cierto es que cada vez son menos las cosas que se pueden ocultar. Cosas que valgan la pena, claro. Pero no, no son necesariamente esas las que le quitan el sueño a la presidenta. A Bachelet le interesa el secreto por el secreto y es capaz de volver a levantar la Muralla China para que no se sepa con quién almorzó ayer o dónde anduvo la semana pasada. Concretamente, para que no se sepan leseras.
No es fácil dar con explicaciones convincentes para esta compulsión. La vida de Michelle Bachelet está llena de tramos protegidos y cercados. Es nuestra señora de los misterios. Dicen que el asunto es un sesgo heredado del mundo militar, especialmente de la Guerra Fría. Dicen que son saldos de su experiencia en la clandestinidad política durante la dictadura. Dicen que demasiadas veces quedó herida en el plano político y en el orden emocional por las máscaras de la traición. Y dicen que siempre ha sentido estar doblemente expuesta por el hecho de ser mujer y eso por supuesto que conecta bien con su debilidad por el “victimismo”, quizás su discurso más recurrente de la izquierda chilena para lavar sus heridas y convertir en triunfo moral lo que fue un gigantesco fracaso político.
Son hipótesis especulativas que eventualmente podrían hacer sentido. A fin de cuentas, todo líder necesita una antena en el mundo de la paranoia para advertir riesgo, identificar enemigos con anticipación, dimensionarlos con sensatez y neutralizarlos con efectividad. El problema es que es difícil ejercer liderazgos perdurables desde la pura desconfianza y el temor. La paranoia, que consiste en mirar el mundo como permanente amenaza, al final es un factor de atrincheramiento e inmovilidad.
Precisamente porque el secreto es lo suyo y porque a estas alturas ya no acepta relaciones o contactos que no pasen por la incondicionalidad, la presidenta opera al interior de círculos. Son círculos concéntricos. El más próximo es el suyo, su círculo hermético. Allí cuesta un mundo entrar, aunque sea fácil salir. La versión más aceptada sitúa en su interior a la actual jefa de gabinete Ana Lya Uriarte, a su directora de prensa, la periodista Haydée Rojas, y al director de políticas públicas del gabinete presidencial, el sociólogo Pedro Guell. No son muchos más. A raíz de la profunda amistad que las ha unido, quizás también haya que situar allí a María Estela Ortiz, que ocupa el cargo de secretaria ejecutiva del Consejo Nacional de la Infancia, pero que es de las personas que no necesitan pedir audiencia con la mandataria. Por mucho tiempo, estuvo ahí el jefe de gabinete de su primer gobierno, Rodrigo Peñailillo, más tarde encargado de su segunda campaña y luego ministro del Interior de su segundo mandato. No ahí, pero cerca, en lo que podría ser el segundo círculo, el de sus colaboradores más confiables, también estuvo Alberto Arenas, el ministro de Hacienda, con quien inició su segundo mandato de gobierno y que le duró 13 meses. Pero ambos salieron y la relación se cortó. Sin explicaciones, sin preámbulos, se supone que por razones de Estado. El asunto es que nunca más. Cuando Bachelet corta, corta para siempre.
No es difícil pesquisar en lo que podría llamarse “la ideología” de Naciones Unidas el rastro de muchas de las convicciones intelectuales y políticas con que Bachelet volvió a Chile a enfrentar su campaña para regresar a La Moneda. El motivo más recurrente de los discursos y prioridades de la organización mundial desde hace algunos años ha sido la desigualdad y una marcada desconfianza en el mercado. Este enfoque es el que ha permeado el trabajo de todas sus agencias y reparticiones, que son muchas.
Bachelet lo hizo suyo de corazón en su gestión como secretaria general de ONU Mujeres y no lo hizo por moda, oportunismo, contaminación o cosa que se le parezca. Lo hizo suyo porque lo sintió propio. Nada encajaba mejor que el grito de la desigualdad con sus viejos ideales de justicia social como militante socialista y nada conversaba mejor que eso con su sensibilidad política hacia los más débiles y desamparados. El enfoque tenía además la ventaja de proporcionarle un refresh de orden intelectual, conveniente en quien se había formado en la dogmática jurásica de la RDA. Aunque Naciones Unidas nunca ha sido un espacio de gran coraje intelectual ni de mucha densidad reflexiva (al revés, bien podría ser el cementerio burocrático de la imaginación y el altar mayor del pensamiento políticamente correcto, que de tan correcto termina siendo no-pensamiento), no es raro que Bachelet haya encontrado en la desigualdad, que es una vieja herida de las sociedades pobres, pero una creciente brecha de las sociedades ricas, la explicación final de los vientos de insatisfacción y malestar que soplan sobre la política en esta era impredecible y líquida de la globalización.