La administración municipal en Chile ha cambiado radicalmente a lo largo de las décadas. Antes de la dictadura, las municipalidades tenían un rol bastante acotado: su principal preocupación era la limpieza de las calles, el retiro de basura domiciliaria y la asistencia social, además de hacer cumplir las ordenanzas locales. Estas incluían, por ejemplo, la obligación de mantener limpias las veredas y el izamiento de la bandera en celebraciones patrias. En ese entonces, los alcaldes trabajaban junto a regidores que desempeñaban su labor ad honorem, con un presupuesto modesto pero con una gestión eficiente, donde las calles estaban limpias, las mascotas controladas y los fondos municipales resguardados.
Durante la dictadura militar, el esquema cambió drásticamente. Las municipalidades quedaron bajo la supervisión del Ministerio del Interior y la Secretaría Nacional de Desarrollo Regional y Administrativo (SENADRA). Los alcaldes reportaban directamente a los gobernadores, quienes a su vez respondían a los intendentes, creando una cadena de mando que llegaba hasta el ministro y, en última instancia, al presidente de la República. Bajo este sistema, se les encomendó a las municipalidades nuevas responsabilidades, como la administración de la educación y la salud, con asignación de importantes fondos para su gestión.
La rigurosa cadena de supervisión de la época hacía difícil el mal uso de los recursos públicos, ya que los alcaldes estaban sometidos a un control jerárquico estricto. La presión de sus superiores garantizaba una fiscalización constante, lo que reducía la posibilidad de corrupción o desfalcos.
Sin embargo, la promulgación de la Ley de Gobiernos Comunales en 1992 cambió completamente este panorama. Con la nueva legislación, se eliminó la estructura de control centralizada y los alcaldes pasaron a ser prácticamente autónomos en la administración de sus comunas. Aunque los concejales fueron introducidos como un contrapeso en la gestión municipal, sus atribuciones resultaron ser limitadas. A su vez, la Contraloría General de la República no cuenta con los recursos suficientes para fiscalizar todas las municipalidades de manera eficiente.
El resultado de esta transformación ha sido una serie de problemas recurrentes en la gestión municipal. La falta de supervisión efectiva ha permitido la proliferación de casos de corrupción, nepotismo y pagos políticos, lo que ha afectado gravemente el desarrollo de muchas comunas. Mientras los recursos municipales son desviados o mal utilizados, las ciudades se empobrecen y los ciudadanos quedan sin mecanismos eficaces para denunciar o frenar estas irregularidades.
La descentralización y democratización del gobierno comunal fueron concebidas como un avance hacia una gestión más cercana a la ciudadanía. Sin embargo, la ausencia de una fiscalización adecuada ha convertido a muchos alcaldes en verdaderos amos de sus comunas, con un poder prácticamente sin control. La pregunta que queda en el aire es: ¿cómo se puede fortalecer la supervisión municipal para garantizar una administración transparente y eficiente en beneficio de la comunidad?